El regalo mágico

Nuestro protagonista, Noé, de dieciséis años, caminaba por una de las calles más anchas de la ciudad, cuando, al disponerse a cruzar un antiguo puente de piedra, escuchó una voz que provenía de su izquierda:
-¡Joven!
Giró la cabeza y vio que se trataba de un anciano que lo llamaba desde el extremo del puente, como si estuviera suspendido en el aire o subido a alguna plataforma que él desde su posición no alcanzaba a ver, así que, llevado por la curiosidad, decidió acercarse.
-¿Quieres algo?- dijo el anciano.
La pregunta parecía un poco extraña pero no le importó. Se acercó más y pudo comprobar que el anciano estaba sobre unas escaleras de piedra. Le intrigaba ver hacia donde llevaban así que se dispuso a saltar.
-No- le instó el anciano. -Por ahí mejor.
Un poco más adelante había otra escalera que llegaba más arriba, era menos peligrosa que aquella, ya que si calculaba mal el salto, podría caer al vacío.
Decidió hacerle caso. No era muy larga y transcurría pegada al puente, hasta que llegaba a una vieja pero consistente puerta de madera que daba al interior del puente.
-Puedes entrar, está abierto- le dijo el anciano. Que a su vez entraba en el puente por otra puerta más baja.
Dentro el ambiente era cálido y acogedor, aunque quizás algo oscuro porque no había luz artificial, y el pequeño dédalo que formaban escaleras y pasillos le daba un aire como de ambiente de la edad media o, quizás, como el del interior de una pirámide. La poca luz que entraba procedía de pequeñas aberturas a modo de ventanas y la luminosidad que proporcionaba el fuego de una extraña estufa de leña, colocada al principio de una pequeña estancia -no se puede decir que fuese una habitación- a modo de recibidor, donde confluían todos los pasillos y luego un único cuarto con una cocina antigua, toda de piedra y que funcionaba con fuego, en la que destacaba el tamaño de todas las cosas, bastante mayor del normal.
El ambiente, aunque rústico, no era austero. Y le sorprendió la suave energía que él percibía dentro y también los diversos cuadros que colgaban en las paredes de piedra, que por su calidad y originalidad, daban la impresión de haber sido pintados por genios desconocidos.
El anciano que lo había llamado permanecía sentado en una esquina, ahora le pareció algo más joven y menos cansado, en contraposición con la anciana que estaba sacando comida del horno, y que nuestro protagonista supuso que sería su mujer. Sacó del gigantesco horno lo que parecían ser empanadillas tres veces más grandes de lo normal.
-Hola- dijo el muchacho.
Pero no obtuvo respuesta.
-¿Que son?- preguntó temiendo que la anciana fuese muda.
-Oh, es una receta especial de la casa- respondió la anciana mientras se llevaba una a la boca. -¿Quieres?
-No, gracias- respondió Noé.
-Mira, no te hemos traído aquí por casualidad, nos va bastante bien pero yo ya estoy algo mayor, me vendría bien una persona que me ayudara con la cocina ¿sabes cocinar? tú podrías ayudarme...
Noé no dijo nada, pero se sintió observado por el anciano, que estaba en una esquina de la estancia, mirándolo con aire melancólico y perspicaz, como esperando una determinada respuesta de su parte.
-Mira toda la leña que tenemos, hay en abundancia. Y las paredes, estas paredes están llenas de historia. Es un lugar muy acogedor. No tendrías que esforzarte demasiado...
Noé pensó un momento en preguntarle por el sueldo, pero prefirió callar y seguir escuchando.
-¿Sabes, muchacho? aquí se cocinan verdaderos manjares. No es muy difícil, pero yo estoy ya tan mayor... podría enseñarte a cocinar...
-No sé-, dijo Noé... -Estoy terminando en la escuela, no me queda mucho tiempo libre, buf.
Pero todo aquello le causaba muy buena impresión y después de llegar a un acuerdo sobre el horario y demás generales detalles, aceptó.
Trabajó bastante duro durante un mes. Manejarse con utensilios de tan gran tamaño no era nada fácil, hacía falta una fuerza considerable. La dueña le había dejado las recetas, los productos y los materiales necesarios para trabajar y muy pocas veces aparecía por allí. Cuando él llegaba cada día, después de la escuela, siempre se encontraba alguna puerta abierta. El suponía que luego se llevarían lo cocinado a distribuirlo por algunos sitios de la ciudad.
Pasó el mes y llegó por fin la hora de cobrar. El dinero le vendría muy bien para sus caprichos y esas cosas. Pero cual fue su sorpresa, que al momento de extender la mano para recibir el fajo de billetes , solo recibió de la anciana unos huesos de fruta. Ciertamente eran de alguna fruta exótica, pero eran simples huesos, solo eso y nada más. Aquello no era lo que habían acordado e inmediatamente se sintió estafado e ingenuo por haber estado trabajando sin firmar ningún contrato. Enormemente decepcionado, el muchacho se fue a su casa. Por el camino miró los huesos, haciendo caso omiso de la extraña fascinación que le hacían sentir, con furia los arrojó lo más lejos que pudo...
Ya casi había olvidado la extraña experiencia, cuando una tarde, mirando los libros de la biblioteca de su padre, vio un título que le llamó poderosamente la atención: "Los huesos mágicos". Comenzó a leerlo con gran interés y se sintió tan atrapado por la historia que no pudo dejarlo hasta haberlo terminado. Cuando ya lo había acabado se dijo a si mismo que ese cuento de los huesos mágicos que concedían deseos le había recordado a la vez que estuvo trabajando en aquella cocina para recibir por toda paga, aquellos huesos que le entregó aquella anciana, pero que era una historia demasiado fantástica para ser creíble y que él, sin duda, no vivía en un cuento.